5 de febrero de 2010

Libélula


Aquél día te llevaba de la mano reteniéndote ligeramente a mi lado. Tu cabeza llegaba casi a la altura de mi cintura, donde tú te apoyabas. Recuerdo que en un determinado momento te señalé, para que miraras, a una libélula o caballito del diablo, sobre las flores, instándote a que le miraras la cola.
El insecto se bajó sobre unas hojas y tú lo miraste silenciosamente, intensamente, durante largo tiempo con rostro extático.

El sol parecía temblar en oleadas, y se hacía notar un penetrante olor hierba. La libélula realizaba un baile acrobático en el aire; subía, bajaba, quedaba colgando en el éter ante tus observadores e impresionados ojos. Por un momento se posó impasible sobre una rama de arbusto, y yo, cuidadosamente la así por sus alas de tul para mostrártela de cerca.

Tu carita de asombro disfrutaba ante la visión que mostraba la esbeltez del insecto, su etereidad.

“¿Es ligera?”
“Sí, más ligera que el aire, y tan fina como él, ¿ves?”.

Y la solté ante tus ojos anotando a que te fijaras en su cuerpo hecho de segmentos, sus alas metálicas regadas de plata y oro, iridiscentes como las alas de los cuentos de hadas que yo te contaba antes de dormirte, zumbando en el silencio, agitándose más aprisa de lo que podían ver tus pupilas.
Te asombrabas de ver como su cabeza, muy separada del cuerpo giraba en todas direcciones con total naturalidad.

En un momento la libélula se lanzó rauda de nuevo al aire y yo sentí como tú te elevabas con aquella criatura y como tu ser corpóreo se alzaba de la tierra volando con ella sobre los verdes campos.

Un escalofrío me recorrió la espalda y presentí, sin saber por qué causa ni motivo, que un día te perdería en manos del camino que yo te había mostrado.

(Imagen de sin datos)

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