15 de diciembre de 2009

Destellos


Aquella mañana de otoño fuimos a dar de comer a los patos del parque. En cuanto nos adentramos entre el follaje esparcido por el musgoso camino, tu andar se convirtió en un trotecillo inquieto entre saltos y cabriolas. Tus ojitos miraban extasiados tras las redondeadas lentes.


Allí Mamá, allí están los patos.


En tu mano brincaba la cesta con los trocitos de pan duro.


Recuerdo claramente cada detalle: los multicolores rayos de luz que caían de entre el alto ramaje, el olor a humedad y a bosque, el verde brillante del musgo que cubría las paredes rocosas de las fuentes… y el agua. El misterioso sonido del agua, delicado murmullo, melodioso gorjeo que competía con el trino de los pájaros.


Tus ojos, al igual que los míos, miraban a lo alto y quedaban cegados por una luz lechosa, casi de otro mundo, amarilla y dorada, con tonos rojizos, colores que se iban entremezclando a medida que el viento mecía las ramas de los eucaliptos.
Un tenue vapor emergía de las orillas del río, dejando un pegajoso vaho entre los juncos.


¿Tienen hambre?
Claro que tienen hambre.


Y tu manita comenzó a esparcir por el agua los trocitos de pan que tan de mañana habíamos preparado.
El agua comenzó a mostrar ondas y un ramillete de patos acudieron dejando tras de sí estelas plateadas.


El eco de tu risa resonó y se mezcló risueña con el graznido de los patos. Yo también reía.


Foto de Aquí

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