20 de mayo de 2009

Sueño

Una noche desperté sobresaltada por mi sueño. La luna se mostraba a poca altura y alumbraba la parte baja del jardín. Estaba desmochada, último retazo de luna llena bailando entre las nubes en movimiento.
Corría una brisa desapacible, provocada por un descenso de la temperatura en aquel principio de otoño, lanzando un triste y susurrante lamento que se escurría entre los pinos y los abetos. Tras la ventana se colaba un olor a chimenea, a humo de leña, a hojas putrefactas o muertas, prematuro mensaje del invierno.


No acertaba a recordar que había soñado. Debió ser un sueño tétrico, porque el sudor empapaba mi pelo y adhería a mi cuerpo las sábanas de algodón.


De repente la luna quedó opacada por una nube y la oscuridad se hizo patente. De un saltó salí de la cama con el corazón desbocado y entre temerosa de un mal presagio en tu habitación. La luz del pasillo, sin embargo, hacía percibir tu silueta inocentemente dormida. Mejillas redondeadas que se adivinaban rosáceas en la penumbra.


Quedé largo rato observando tu respiración, pausada, tranquila, en alas de un sueño dulce y sereno. Con dedos temblorosos recorrí la silueta de tu cuerpecito que permanecía desmadejadamente grácil. Te contemple largamente, disfrutando de tu presencia, de tu vida, de tu ser, lo más querido por mí.
Respiré tranquila ante tu tranquilidad, y plena por sentirte vivo. En aquél tiempo temía mucho una terrible separación.


Volví a la cama con las energías agotadas y el sistema nervioso en extrema laxitud, todavía algo obsesionada por el sueño que no recordaba. Y se me ocurrió que tal vez la respuesta me la dieses tú mismo en un futuro lejano, cuando ya fueras todo un hombre, como efectivamente ha sucedido.


Fuera, la luna volvía a bañar de plata todo lo que su luz alcanzaba.


Fotografía de Aquí

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